Herminio Gil miró con desánimo su nuevo lugar de trabajo. Un espacio de apenas un metro cuadrado separado por paneles de sus inmediatos compañeros. Doce personas como él trabajaban en la misma sala, llamada la pradera. Eran televendedores. Sus herramientas de trabajo consistían en una mesa, una silla, un ordenador y, lo más importante, un moderno teléfono dotado de un kit manos libres, listín para cien números, llamada a tres y un sinfín de funcionalidades que nadie había llegado a aprender. La desastrosa carrera profesional de Herminio Gil era acorde con sus aspiraciones profesionales.
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