El camino, blanco inmaculado, serpentea entre nubes algodonosas. Apenas hay
sombras y la luz es uniforme. No hace frio ni calor. Carlos, mi asistente
celestial, camina un poco adelantado, guiándome mientras me va explicando la
situación en la que me encuentro. Dentro de poco, dice, se celebrará el
Juicio Final. La actividad celestial es frenética, aunque a mi alrededor
todo está calmado.
—¿Dónde vamos, Carlos? —pregunto.
—A la sala de
audiencias, Alberto — responde—. Tenemos que saber si has sido bueno o
malo —dice con picardía—. Yo creo que un poco malo sí has sido. Al menos
un pecadillo de lujuria sí has cometido.
—¿Un juicio por lujuria? —Repaso
rápidamente mi sosa vida. Aparte de haber deseado y no tocado a mi vecina
Lola, y de alguna multa de tráfico, no recuerdo faltas mayores.
—Correcto.
Vas a ser juzgado. Los juicios tienen una audiencia previa en la que todo
queda prácticamente resuelto. Así se acelera el Juicio Final.
—¿El juicio a
quién?
—Todos los juicios
—¿Cómo que todos los juicios? ¿El de Cleopatra?
¿El de Platón?
—El del castrato Farinelli, el del medio de los Chichos, el
de Frank Sinatra. Los juicios de toda la Humanidad se celebran a la vez el
mismo día. El día del Juicio Final, según está escrito.
—¿Y cuántos son?
—Unos diez mil millones
—¡Diez mil millones de juicios el mismo día! ¡La
Virgen!
—¡Cuida ese lenguaje, Alberto! —me reprende Carlos—. Estamos en
el cielo. No te va a favorecer en la audiencia. Malo no sé si habrás sido,
pero blasfemo y malhablado desde luego.
—Perdona, es la costumbre.
—Utiliza mejor un mecachis o jolín.
—Será tu estilo, pero no el mío. ¿Hay
algo más que deba saber? — pregunto inquieto.
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