Era obsesivo, escrupuloso y muy celoso. Con las personas y las cosas. Nadie había conducido su coche, usado una prenda suya o leído uno de sus libros. Unía a esto un finísimo oído que le hacía pasar las noches en vela, atento a los más débiles ruidos. Harta de él, su mujer comenzó a verse con otro hombre. Un día los esperó escondido en el cuarto de invitados. Clavó las uñas en las palmas de sus manos y apretó con desesperación las mandíbulas mientras oía angustiado su entrada en el portal, sus risas en la escalera, sus jadeos en el dormitorio, los viscosos sonidos del coito, el orgasmo de ella y el de él. Aterrado oyó a su mujer asearse y luego al hombre ducharse y secarse con su toalla y temió lo peor. Con exquisita precisión escuchó la dentadura del hombre siendo frotada por las cerdas de su propio cepillo de dientes. No pudo más. Vencido por el asco y congestionado por la insoportable tensión, cayó al suelo muerto.
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